martes, 12 de febrero de 2013

El bingo on line

   Hay que ver lo que avanzan los tiempos...ya hasta al bingo se puede jugar desde casa, e incluso a la ruleta, que no hacen más que anunciarlo en la tele esos presentadores pseudoguapetes que llevan en el currículum haber participado en un reality o haber sido imagen del catálogo de Modas Peláez, y que ahora se ven con la oportunidad de salir por la caja tonta, a unas horas intempestivas eso sí, y que tienen a sus madres con las ojeras puestas todo el día porque se quedan a ver al retoño hasta las mil, y como todavía no han aprendido a programar el VHS, ni se les ha ocurrido aprender a programar el DVD-Grabador. Pero también hay presentadoras, de esas que hasta hace poco conducían esos concursos culturales nocturnos en los que había que adivinar un animal, cuyo nombre tenía cuatro letras, empezaba por V, terminaba por CA, y que era tan tan difícil que nadie lo acertaba. Nunca vi a nadie acertarlo, y me quedé con la intriga de saber de qué animal se trataba…
   Pero a lo que iba, ¿dónde quedan aquellos tiempos en los que nuestras abuelas a lo más que jugaban era a enviar cartas para participar en concursos a cambio de juegos de vasos, sartenes y cosas así? Se tiraban las pobres ancianas meses guardando las tapas de los yogures Yoplait, haciendo que toda la familia comprase de esa marca, echando yogur hasta a las lentejas para que quedasen más suaves (que sí, que más suavemente asquerosas quedaban), y tu cada vez que ibas a verla, buscando la monedita de la semana, que unos días eran cinco duros y te convertías en el chaval más feliz del mundo, y otros días era esa moneda extraña de diez pesetas, que te dejaba el cuerpo destemplado mientras pensabas que con eso te daba sólo para un par de paquetes de cromos, y a cambio te tenías que merendar al menos dos yogures (eso sí, los de Yoplait tenían los mejores sabores, de vainilla y de naranja, sabores inimaginables para otra marca de yogures de la época). Y que no se te ocurriese ni pensar en quitar tu mismo la tapa, no fuera a ser que la rompieses y montases el desastre, con amago de infarto incluido porque con la dichosa tapa ya sólo le faltaban cien más para conseguir la cubertería tan deseada (que luego, cuando finalmente la conseguía, resulta que los cubiertos tenían el mango de plástico, y como fueses a pinchar algo más duro de lo normal se doblaba el tenedor, sin entrar a valorar los cuchillos, que para lo único que valían era para untar Nocilla, porque lo más que cortaron fue el plástico de un paquete de galletas, que todavía en aquella época no existía el abrefácil, y sigue sin existir, como dije hace tiempo, pero eso es otra historia…)
   Luego ya llegó la teletienda, pero claro, no había concursos, se tenía que gastar los cuartos y lo de la paga quedó en un simple recuerdo, y echaba de menos incluso la moneda de diez pesetas, que como mi paga, quedó relegada al ostracismo (que también menuda palabra, a mi de pequeño sólo escucharla se me ponían los pelos de punta, porque pensaba que el ostracismo era meterte en una piscina llena de ostras donde te iban dando picotazos con las conchas hasta que acababan contigo…). Y cuando iba a casa de la abuela pues ya no me daba yogures para merendar, me daba tomates. Y es que se compró los cuchillos Ginsu y para enseñármelos me hacía la misma demostración que hacía el chino en la tele cada vez que iba a verla. Un día casi me hace comerme un clavo que había cortado siguiendo el anuncio, porque se quedó sin tomates y yo tenía que merendar algo a toda costa…
   Con el tiempo llegaron de nuevo los concursos, esta vez a través de los SMS. Y allí estaba mi abuela, con el móvil en una mano y la lupa en otra, porque la letra era muy pequeña y no veía bien la pantalla. Cuatro meses le costó enviar el primer mensaje, porque hasta que descubrió que tenía que escribir rápido las letras se le quedaban fijas en la pantalla, y cuando creía que había terminado sólo había escrito “aaaaaaaa aaaa aaab”, y claro, como no sabía borrar lo escrito, apagaba el móvil y lo volvía a encender. Doscientos dieciocho mensajes guardados tenía un día que le cogí el móvil. Eso sí, cuando aprendió cogió soltura, y al mismo tiempo soltó la artrosis, así que enviar mensajes le servía de gimnasia, y como la operaron de la vista y ya no le hacía falta la lupa, iba a todas partes con el móvil enviando mensajitos. Hasta para cruzar las calles lo utilizaba, porque veía el cartel en los semáforos, ese que decía “Peatón pulse” y ella enviaba “Pulse” al número de mi madre (no sé por qué siempre al mismo), y como había alguien que pulsaba, ella creía que funcionaba y lo seguía haciendo. Lo bueno de todo esto es que sabíamos que estaba en la calle cuando enviaba el mensaje…
   A todo esto mi abuela era de bingo todas las tardes de jueves con sus amigotas. Las veías venir de frente a todas juntas y acojonaban más que un grupo de moteros de los ángeles del infierno. Era encontrártelas por la calle cuando iban camino del bingo y el tiempo se ralentizaba: un grupo de mujeres mayores caminando a cámara lenta, recién salidas de la peluquería, con sus relucientes permanentes o cardados de color lila, todas con sus abrigos de pieles (aunque fuese agosto) y sus bolsos, alguna ya con bastón, camino a comprar sus cartoncitos y a echar sus partiditas. Pero poco a poco las amigotas fueron falleciendo, y mi pobre abuela ya no tenía con quién pasar la tarde de los jueves.
   Hasta que se apuntó a un curso de informática en el hogar del jubilado. Resultó que se le daba de miedo, y la contrataron para echar una mano al profesor en los cursos de ofimática. Y yo, como seguía yendo a visitarla de vez en cuando, en parte porque tenía la esperanza de que me diese un Yoplait de naranja para merendar, o porque soñaba encontrarme una monedilla de diez pesetas por algún cenicero, un buen día la llevé un portátil que ya no utilizaba. Y la mujer se quedó tan contenta cuando se lo di, que hasta se le olvidó darme de merendar. Maldita la hora en la que se lo regalé: estuvimos una semana sin saber nada de ella, hasta que fuimos a su casa. Cuando llegamos nadie contestaba ni nos abrió, así que nos temíamos lo peor. Pero como teníamos llaves entramos, y escuchamos el ruido de la tele de fondo. La llamamos tres veces, pero seguía sin contestar. Fue la vez que más largo se me hizo el pasillo donde tantas veces había jugado. Pero cuando llegamos al salón encontramos algo que no nos esperábamos: mi abuela, con unos cascos con auricular delante del ordenador, ¡¡¡jugando al bingo on line!!!
   Ya cuando nos vio y se quitó los cascos nos contó que el día que la llevé el portátil había estado trasteando con él, pero como no tenía Internet pues se acabó aburriendo. Así que al día siguiente se llevó el ordenador al hogar del jubilado, y el profesor le instaló un programa que decodificaba la señal Wi-Fi que detectase, por muy cifrada y mucha clave secreta que tuviese la señal. Y llegó a casa y le aparecieron un montón de señales, e hizo lo que le enseño su amigo: se conectó a la señal que más alcance tenía, que resultó ser la de su vecino de arriba, un friki que se debía pasar el día con el ordenador encendido, porque la señal no se desconectaba nunca. Y descubrió lo del bingo on line con un anuncio de la tele. Y allí estaba, con su pantalla configurada con una resolución de 800 x 600 píxeles, que nos contó que era la que recomendaban en el programa para poder ver el cartón perfectamente, y también nos contó que le dijeron que tenía que abrir un puerto para que la conexión fuese directa y no se perdiese, y que ella decidió abrir el puerto 18.657, porque era el número al que el difunto abuelo estaba abonado en la peña durante treinta años, hasta que falleció.
   Y allí la dejamos, con sus cascos, su tele y su bingo, echando de menos al abuelo y a sus amigas, mientras que yo siempre recordaré su perfume y seguiré buscando esas monedas que nunca volví a ver.
(Dedicado a todas las madres y abuelas, sin las que nosotros no hubiésemos llegado a ninguna parte…)